A nuestros ojos de hombres modernos la monolatría de la antigua religión egipcia puede tomar toda la apariencia del fetichismo.

Hay sin embargo que considerar que las innumerables representaciones de los dioses del panteón egipcio no son sino evocaciones de los varios papeles desempeñados por Netjer, más bien agentes o figuras del aspecto eterno de la divinidad. Es éste el sentido en que hay que entender el culto que en las distintas regiones de Kemet se rendía al sol, a la tierra, al cielo y a ciertos animales. En efecto, los dioses egipcios también pueden encarnarse en plantas y animales. Las diosas Hethert y Nut se manifiestan en el árbol de sicómoro, y el dios Nefertum en una flor de loto.

Pero es sobre todo en forma de animales que los dioses egipcios se manifiestan a sus fieles. Bastan pocos ejemplos: Heru es un halcón, Djehuty un ibis o un babuino, Bast una gata, Khnum un carnero. Y aparte del culto tributado a los dioses identificados con animales, los egipcios también adoraban al animal mismo cuando éste tenía requisitos particulares o presentaba determinados signos. Uno de los ejemplos más significativos a este respecto es el culto fastuoso que se tributaba a Apis, el toro sagrado que se adoró en Menfis. Para ser reconocido como sagrado el animal tenía que presentar ciertas características que los sacerdotes conocían. A la muerte de un Apis, después de ayunar largo tiempo, los sacerdotes se ponían en busca de otro Apis que tuviera, entre muchos otros signos, un triángulo blanco en la frente, una mancha parecida a un escarabajo en la lengua y el pelo de la cola dividido en dos penachos iguales.

En la ciudad de Menfis el toro sagrado vivía en su palacio-establo frente al templo del dios Ptah, el creador del mundo, y allí es donde recibía las ofrendas de sus adoradores y dictaba los oráculos.

Hasta la Dinastía XIX cada toro tenía su sepultura particular. Fue Ramsés II quien más tarde los hizo sepultar en un mausoleo común que hoy conocemos como el “Serapeum”, nombre heleno derivado del hecho de que el Apis una vez muerto se volvía “Osor-Apis” o sea Serapis en griego (Apis unido a Osiris).

Siguiendo las precisas indicaciones contenidas en un pasaje de Estrabón, en 1851 el arqueólogo francés Augusto Mariette halló en la localidad de Saqqara el legendario Serapeum: una vasta y larga galería subterránea que ocultaba las cámaras funerarias. Allí estaban encerradas las momias de los toros sagrados Apis, dentro de sarcófagos de monolíticos de granito rosado, piedra caliza o basalto, que medían 4 metros de alto y pesaban hasta 70 toneladas.

También en Saqqara existe un cementerio de ibis, un ave sagrada cuya especie está ahora próxima a la extinción. En vida los ibis se consagraban al dios Djehuty, que se representa con la cabeza de esta ave; y una vez muerta se momificaba para luego encerrarla en un cántaro de barro.

Un culto muy particular era el que se le brindaba al cocodrilo, que vivía domesticado en el templo y rodeado de la veneración de todos, con zarcillos en las orejas y argollas de oro en las patas. Pero no era así en todas las ciudades de Kemet. Afirma Herodoto que por ejemplo los habitantes de Elefantina y alrededores no lo consideraban sagrado en absoluto y no tenían recelos en comerlo. 

Un papel importante en la religión egipcia lo tiene el gato, que se decía “miau”, palabra onomatopéyica que ha pasado a otros idiomas y aún hoy indica el maullido de ese animal. La gata, consagrada a la diosa Bast, simbolizaba el benéfico calor del sol y su culto se celebraba principalmente en el Bajo Kemet en la ciudad de Bubastis (hoy Zagazig), ciudad que debe su nombre a la presencia de un templo dedicado a Bast.